Tan agradable es por inclinación natural la existencia, que sólo por esto ni aun los
desgraciados quieren morir, y aun viéndose miserables, no anhelan desaparecer del mundo, sino que
desaparezca su miseria. Supongamos que aquellos que se tienen a sí mismos por los más miserables, lo
son claramente, y son juzgados también como miserables, no sólo por los sabios, que los tienen por necios,
sino también por los que se juzgan a sí mismos felices, quienes los tienen por pobres e indigentes; pues
bien, si a éstos se les ofrece la inmortalidad, en que viviera también la misma miseria, proponiéndoles o
permanecer siempre en ella, o dejar de vivir, saltarían ciertamente de gozo y preferirían vivir siempre así a
dejar definitivamente la existencia. Testimonio de esto es su sentimiento bien conocido.
¿Por qué temen morir y prefieren vivir en ese infortunio antes que terminarlo con la muerte, sino porque tan claro aparece que la naturaleza rehúye la no-existencia? Por eso, cuando saben que están
próximos a la muerte, ansían como un gran beneficio que se les conceda la gracia de prolongar un poco
más esa miseria y se les retrase la muerte. Bien claramente, pues, dan a indicar con qué gratitud aceptarían
incluso esa inmortalidad en que no tuviera fin su indigencia.
San Agustín, II, 3a, La ciudad de Dios, libro XI.
Filosofía.