Entré en el bar porque necesitaba un teléfono y, de pronto, mis ojos se detuvieron sobre los de un viejo que -con la cabeza blanca, sólidamente puesta sobre un mentón prominente- parecía mirarme a través del tiempo. Aquel rostro me era perfectamente familiar, pero no lograba situarlo entre mis recuerdos hasta que levantó la mano y señalándome con el índice como quien afirma la puntería de un disparo, me dijo con la misma energía cortante de años atrás, cuando era mi instructor militar en el colegio: -¡Hey, tú... ven acá…! ¡El teniente Castillo! El mismo que, cuando estábamos en tercero de secundaria preconizaba lo que él llamaba "la filosofía de la patada", consistente en hilvanarle una, dos, tres o las que fueran necesarias al alumno que no recordaba como se definía a la Patria en los cuarteles o cómo se establecía la Línea de Mira en un fusil. "Una buena patada en las nalgas -decía, con el más aterrador de los convencimientos- tiene la virtud de remecer el cerebro y de ponerlo a trabajar cuando le falta cuerda, porque en el mundo no hay brutos sino dormidos". Yo jamás he visto un ser humano más fiel a sus principios pedagógicos, que el teniente Castillo, ni persona alguna que llevara con tanta devoción sus teorías a la práctica. Cuando el teniente Castillo prometía: "Si no contestas bien te zampo una patada", uno sabía perfectamente que no se trataba de una oferta hecha al descuido, sino de un verdadero compromiso moral que el inolvidable guerrero adquiría consigo mismo. Calzaba 43 que, antes de la bomba atómica, era un número respetabilísimo de bota, sobre todo cuando la inyectaba a sus alumnos con esa confianza verdaderamente fanática que tienen los creadores de sistemas y los precursores de nuevos métodos. Es cierto que, al comienzo, el terror paralizaba los mecanismos cerebrales y esto dio origen a que, durante el primer semestre, recibiéramos un promedio de siete patadas inter. diarias cada uno de los 45 reclutas ad-honorem que componíamos la clase. Pero a medida que comprendimos la alternativa de aprender o dormir boca abajo, ocurrió un extraño prodigio intelectual consistente en que el solo hecho de mirarle las botas al teniente Castillo bastaba para que hasta la última neurona ocupara su puesto y se pusiera a trabajar desenfrenadamente para hallar en forma instantánea la respuesta precisa a cualquier clase de preguntas: -Hey, tú... ven acá… a ver… y esta pregunta va por tres patadas… ¿Cuáles son los símbolos de la Patria? -¡La bandera... y el escudo nacional...! -¿Ah, sí? ¿Y el "Somos Libres" para quién se lo dejas... pa'los monos? A ver, colócate en postura de recógeme el llavero que te voy a dar tu premio... Y el destinatario tenía que sentarse sobre una bolsa de agua caliente porque la verdad es que, si algo dominaba al teniente Castillo en el mundo, era el arte de estimular la circulación sanguínea en los glúteos mediante las patadas más indelebles que yo he visto, oído y sentido en mi vida. Recuerdo que en cierta ocasión uno de sus alumnos -agraciado el día anterior con cuatro o cinco viajes de bota militar- vino al colegio con sus padres y el abogado de la familia, dispuestos en conjunto a exigir la expulsión del instructor militar "por abusivo". Llamado que fue el teniente Castillo por nuestro Director, se llevó las manos al pecho y -dirigiéndose al propietario de la nalga vapuleada- le preguntó con un adolorido tono de incredulidad: -¿Qué yo te he pegado, niñito...? ¡Pero si los trato a todos ustedes como si fueran mis hijos... con cariño, con simpatía, con sentido filial...! -¡Mentiras... usted nos pega a todos en la clase, ya sabe...! Herido en el fondo de su alma pedagógica, el teniente Castillo solicitó que el colegio se reuniera en el patio de Honor. Grito: "¡Firmes!" con intensidad y volumen verdaderamente siniestros y luego, mirando fijamente a los ojos de sus víctimas, en presencia de los padres quejosos, nos preguntó, con los dientes apretados y la voz cargada de espantosa promesas: -Queridos muchachos... el joven Gálvez ha venido con sus padres, quejándose de que yo le he zampado... digo, que yo le he encajado... perdón, que yo le he pegado una patada... digo, un puntapié... Y yo quiero que me digan delante de ellos y del señor Director... ¿Yo alguna vez los he maltratado, siquiera de palabra? La respuesta fue unánime y coral: -¡Nunca, mi teniente...! Y los gritamos a voz en cuello, como para que así lo supiera la Humanidad. El alumno Gálvez no volvió nunca más al Colegio, así como nunca más vimos al teniente Castillo cuando, meses más tarde, terminó el año escolar y lo cambiaron de plantel. Verlo ahora, con sus canas, después de treinta años, me hizo un nudo en la garganta porque a pesar de las patadas (o tal vez por causa de ellas mismas) lo recordaba con ese afecto que, a la hora del inventario, se guarda por aquellos que nos enseñaron algo. Me acerqué a él. Me estrechó la mano sin palabras y, con un gesto me invitó a tomar asiento. -¡Qué gusto de verlo, mi teniente...! -Capitán -me corrigió- me jubilaron de capitán porque de allí no pude pasar... ahora ya estoy viejo y me aburre la vida de civil.... Me puso una mano sobre el hombre y añadió: -Tú no sabes lo que es quitarse las botas para siempre...
