Tamborileaba con la punta de sus dedos sobre la madera envejecida de su reposabrazos. Con mirada aburrida miraba a través de la redecilla metálica que ocultaba su rostro para los que se sentaban al otro lado del confesionario y esperaba a que las dos o tres ancianas que había en la iglesia terminaran sus oraciones para que fueran a confesarse y pudiera dar de una vez la jornada por terminada. Aun siendo fiel no entendía a los feligreses que insistían en confesarse a diario, quizá la soledad les empujaban a descargarse en aquella silla donde sabían que siempre había alguien dispuesto a escuchar. El ruido de una persona abriendo la puerta del habitáculo al otro lado le sacó de sus pensamientos y le devolvió a la realidad
- Ave María purísima. – Dijo una suave y agradable voz masculina.
- Sin pecado concebida. – Contestó el sacerdote con automatismo. No supo precisar por qué pero un escalofrío le había recorrido la espina dorsal al escuchar la voz del otro lado y un extraño sentimiento de que algo no iba bien se había apoderado de él. No le dio importancia, quizá tuviera que ver con las pesadillas que sufría a diario.
- Padre, he pecado.- Dijo aquella voz con una nota triste en su tono. El sacerdote resistió por cortesía la tentación de mirar al otro lado de la redecilla.
- Te escucho hijo, cuéntame tus pecados y serás absuelto. – Volvía a hablar con automatismo aunque añadiendo un tono amable a su voz.
- Padre, he matado. – Un nuevo escalofrío recorrió la espina dorsal del cura pero siguió resistiéndose a mirar la cara del hombre al otro lado. – He matado en nombre de mi maestro, he prostituído su palabra hasta deformarla lo suficiente como para excusar en ella mis atrocidades. He torturado en su nombre, Padre, he asesinado a mujeres y niños, a todo aquel que pensara diferente a mí. He impuesto mi ley, he creado las normas y todos los que se salían han sido corregidos con sangre y dolor, Padre, perdóneme porque éstos son mis pecados.
No se atrevió a hablar, no sabía si seguir preguntando o simplemente pedirle a aquel monstruo que abandonara tan sagrado lugar. Si lo que decía aquel hombre era verdad podría ser un muy peligroso psicópata. Empezó a sudar y tragó saliva.
- ¿Te… te arrepientes de tus pecados? – Se atrevió a preguntar.
- De boquilla Padre, digo que me arrepiento pero me río por dentro pues sólo yo tengo razón. Padre, he reído al ver sus cadáveres, me he enriquecido predicando la humildad y he fornicado predicando la castidad. Padre, ¿es que no me reconoces?
El sacerdote no pudo seguir evitándolo y miró a través de la rejilla. Dos ojos de un color azul pálido le miraban fijamente. Unos ojos intensos, fríos como el hielo y que desprendían un extraño pesar. Unos ojos que jamás olvidaría. El hombre tenía unas facciones perfectas, tanto que hicieron incluso enrojecer al párroco. Su pelo era de un color pálido, se podría decir que plateado, y en sus perfectos labios había una cínica sonrisa.
- ¿Qué clase de demonio eres? – Preguntó entre enfadado y aterrado.
- Buena pregunta, Padre, muy buena pregunta.
Aquel monstruo volvió a sonreír para luego levantarse y salir de su cabina del confesionario. El hombre estaba aterrado, temblaba violentamente y no se atrevía a salir. Pero tenía que hacerlo, sentía la necesidad de…
Abrió la puerta de su cabina del confesionario apenas unos segundos después de que aquella misteriosa persona lo hiciera pero no estaba preparado para lo que se encontró al salir. Silencio, soledad, oscuridad. No había nadie, las ancianas que momentos antes estaban rezando habían desaparecido y, lo que más aterrado le dejó, todas y cada una de las velas de la iglesia se habían apagado. No había ni rastro de aquel hombre, de aquella terrible visión.
Confuso y asustado volvió a entrar en su cabina del confesionario sólo para llevarse un susto aun mayor. Sobre el asiento en el que había estado sentado había un pequeño espejo de plata con una nota escrita con letra cuidada y limpia.
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“Mírate al espejo y descubre lo que representas.â€